domingo, 5 de septiembre de 2010

Todo por amor

Viernes 11 de Enero de 2008

AMALIO (MAYITO) SOLANO

Manuela Sáenz se encontraba en la ciudad de Quito, en casa de su hermano el coronel José Maria, quien perteneció al ejército Realista y por convencimiento de ella, se pasó al ejército Patriota. Al quedar sola porque el Libertador había salido para Bogotá, su hermano la protegió de las lenguas envenenadas de aquellas mujeres que habitan en la ciudad.

Ellas mantuvieron un rencor, un odio hacia la amante de Bolívar; que ni los veranos, inviernos, ni tempestades pudieron arrancarles de sus mentes. Su hermano, quien tuvo diferencias con ella, esta vez se mostró muy cariñoso al conversar respecto a las ideas revolucionarias, que su hermana siempre defendió.

Para Manuela los días se hicieron eternos al no tener noticia del hombre de su vida y se mostró pensativa, triste, melancólica. Pero aún así llegó a comprender que si Bolívar no le había escrito era porque se encontraba muy atosigado por los sucesos acontecidos en Lima aquel otoño de 1826 cuando él salió de la ciudad y sus propios regimientos se alzaron en rebeldía. Y aunque ya se encontraba lejos cuando se enteró, esto causó a Bolívar una ira exaltada que lo hizo hundirse en el letargo de la indecisión.

Para Manuela estos sucesos no dejaban de perturbarla, porque pensaba que era obra del colombiano Santander, a quien veía como enemigo de Bolívar. De pronto la bella dama fue interrumpida por el general Arthur Sandes quien sorpresivamente se presentó ante ella. Ella sintió alegría por su presencia y no era para menos, ya que hacía bastante tiempo que no lo veía. Pero cuando el general Sandes le hizo entrega de una carta, al leerla Manuela sintió que por sus venas no corría la sangre sino el amor de su vida. Era una hermosa carta donde el Libertador le hacía ver que era ella quien le podía dar vida en el momento de su muerte.

“A Manuela Sáenz:
El hielo de mis años se reanima con tus bondades y gracias. Tu amor da una vida que está expirando. Yo no puedo estar sin tí, no puedo privarme voluntariamente de mi Manuela. No tengo tanta fuerza como tú para no verte: apenas basta una inmensa distancia. Te veo, aunque lejos de mí. Ven, ven, ven luego”.

No podía estar mucho tiempo junto a ella por los múltiples compromisos, pero tampoco podía estar lejos. Necesitaba escucharla aunque fuera peleando con él o dándole consejos. Por eso, como un loco enamorado le pide que vuelva porque no podía estar sin su amor. Y era precisamente el amor de ella que lo hacía reanimarse cuando iba sintiendo que los años de su vida se desvanecían.

Los meses que ella tuvo sin saber de él, le hicieron pensar que Bolívar la había abandonado y ahora se encontraba sola, lo había dejado tan sólo por su amor. Cuando algún conocido de ambos llegaba, y ella no recibía una carta del Libertador, se molestaba mucho. Manuela leyó una y otra vez aquella carta que le decía: “Ven, ven, ven luego”. Y decidió escribirle:

“Estoy muy brava y muy enferma. ¡Cuán cierto es que las grandes ausencias matan el amor y aumentan las grandes pasiones! Usted, que me tendría un poco de amor, la gran separación lo acabó. Yo que por usted tuve gran pasión y ésta la he conservado por conservar mi reposo y mi dicha, que ella existe y existirá mientras viva Manuela.
El general Sandes llegó y nada me trajo de usted. ¿Tanto le cuesta el escribirme? Si tiene usted que hacerse violencia, no la haga nunca.
Yo salgo el primero de diciembre (y voy porque usted me llama), pero después no dirá que vuelva a Quito, pues más bien quiero morir que pasar por sinvergüenza”.

Y salió la bella y encantadora dama al encuentro de su eterno amor, aquel año de 1827 con un escuadrón de lanceros resguardándola y llevándose con ella una parte del equipo personal de Bolívar; donde iban los cofres de sus archivos privados que cuidó con vehemente celos, unas mulas con los baúles llenos de vestidos, las esclavas y los criados.

Manuelita, como también la llamaban, fue escoltada por el coronel Charles Demarquet, quien había combatido junto a Napoleón en Austeriz y perdido tres dedos. Durante el largo viaje, que parecía no tener fin, el coronel se había enamorado silenciosamente de ella; pero en su mente y su corazón sólo podía existir un amor platónico. Su deber era el de protegerla.

Simón Bolívar había dado instrucciones a sus oficiales para que estuvieran atentos a la llegada de la caravana y entregó a uno de ellos una carta de su puño y letra para su amor y esta le fue entregada cuando llegaron al verde valle de Cauca. “Yo no puedo estar sin ti...Ven, ven, ven”, le decía Bolívar.

Estas palabras, en su hermosa carta, hicieron que la leyera varias veces hasta perder la cuenta y es que por amor a él, lo había dejado todo. Era el amor de Bolívar que la llenaba de fuerza cuando se sentía agotada, y saberse deseada por el hombre que estando en su corazón se le escapaba cuando lo creía atrapado, le causaba una indescriptible emoción.

Un mes y nueve días anduvieron cruzando los valles, subiendo las laderas de los Andes, bajando por las cabeceras de los ríos y sintiendo la lluvia caer sobre sus cuerpos. No supieron de la llegada de la Navidad de ese año 1827 y al entrar el Año Nuevo, estaban llegando al llano que rodea a Bogotá.

Las gentes cuando se enteraron de la caravana que estaba llegando a la capital se asomaban a las puertas de sus casas y enseguida las cerraban en señal de desprecio, mientras la sabana se vestía de verde esperanza por las lluvias caídas.

La actitud de los habitantes hizo sentir muy mal a los recién llegados y Jonatás, que era una mujer muy jovial, que de cualquier cosa hacía reír a los demás se había quedado muda, esto le pareció una burla. Para Manuela sólo era idea de Santander y cuando ella pronunciaba su nombre, lo hacía nombrándolo con las peores palabras.

Demarquet cumplió las órdenes de llevarla a la villa de su General Bolívar. Esta villa era conocida como la “Quinta”, estaba ubicada al norte de la ciudad y llegaron a ella de noche. Las ranas no dejaban de cantar ante la presencia de extraños y un murmullo de voces y risas se dejaba escuchar cuando de pronto se oyó una voz alertando a los presentes: “¡Alto! ¡Alto!”

Y el escuadrón fue rodeado por los soldados que con los fusiles en mano salieron de su pabellón de guardia.

-¿Quién vive?-

-El Libertador.

Le respondieron con la contraseña. Y avanzando, el oficial de guardia con una linterna alumbró la cara de Demarquet y después de reconocerlo, lo saludó; y dirigiéndose hacia Manuela que estaba en su caballo, se dio cuenta de que era una mujer vestida de militar y con dos pistolas a las rodillas. Cuando él quiso interrogarla, el coronel Dermaquet se le asoma para decirle en voz baja: “Es, señor capitán, la Sáenz.”

Y Manuela fue llevada al despacho del Libertador por José Santana. Esta persona era quien escribía las cartas de amor que Bolívar le dictaba para su amante cuando no las hacía de su puño y letra.

La noche avanzaba y al llegar la hora de cerrar las puertas, José Palacio se dispuso a hacerlo, cuando en la sala de descanso donde se encontraban los amantes, escuchó a Manuela riendo de manera seductora y se oyó caer al piso sus espuelas doradas.

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