miércoles, 8 de septiembre de 2010

Mi viaje a Maturín

Viernes 12 de Octubre de 2007

AMALIO (MAYITO) SOLANO

Comienza a amanecer y emprendí un viaje desde San Félix hacia Maturín. El chofer del carro perteneciente a la línea extra urbana del Terminal de Pasajeros Monseñor Javier Francisco Zabaleta, hizo su recorrido vía Matanzas, para pasar por el puente Orinokia y seguir rumbo a esa hermosa ciudad conocida también como La Sultana de Guarapiche.

Maturín es el nombre del cacique que en diciembre de 1718 murió a orilla del río, luchando contra los españoles cuando se enfrentó al Capitán hispano Miguel de Arrioja.

Voy mirando a través del vidrio de la puerta de atrás y pienso que el viaje por este lado se hace largo, y la carretera la veo poco transitada. El tiempo transcurría sigilosamente sobre la esfera de mi reloj cuando pasamos frente al río Morichal. Preciosas sus aguas donde a la orilla los indígenas tienen sus casas y los une un camino construido de madera delgada como de un metro de ancho colocadas una tras otra apoyadas en las estacas que salen a la superficie. Es un río de una apariencia tranquila y sus aguas pasan frente al balneario muy visitado los fines de semana.

Más adelante los pinos en la distancia, muestran una línea horizontal como el mismo horizonte sobre el mar, diferenciando un poco el color. Unas carreteras de tierra amarilla se pierden entre estos árboles y dos gandolas cargadas de trozos de pinos venían, dejando las huellas de sus cauchos al pasar, para tomar la carretera de asfalto y llevar la madera a sus respectivos aserraderos.

Siguiendo el viaje observé verdes extensiones de sabanas que bordean la carretera nacional. Las nubes color gris, algunas con matices de blanco algodón, dejaban entrever el azul del cielo monaguense, testigo de una historia, legado de los hermanos Monagas. A lo lejos, los árboles parecían tocar aquellos copos de nubes que el viento hacía andar.

¿Dónde está el ganado?, me pregunté. Y los hatos se veían solos y la hierba de un verde oscuro se entremezclaba con el amarillo de la luz del sol, cuando de pronto escuché varias veces el cantar de un gallo. Era mi celular que me avisaba la entrada de una llamada y mientras conversaba, miré otro río, con sus aguas turbias. Más adelante pude ver las casas en los hatos, los búfalos comiendo y otros debajo de la sombra de un árbol.

La carretera me pareció interminable y sentí un alivio cuando llegamos al peaje. Miré mi reloj, faltaba un cuarto para las nueve de la mañana y la vía era cada vez más transitable. Una bandada de pequeñas aves surcaron el cielo y una de las dos damas que iban en el carro, al verlas dijo que eran loros. Nubes grises amenazaban con llover mientras el sol luchaba para penetrarlas con sus rayos.

A lo largo de la vía, del extremo izquierdo, unos postes llevan años soportando tres líneas del tendido eléctrico; se parecen a unas personas gigantes con los brazos arriba. Hay un silencio en el ambiente, solo la música pudo hacer posible esa interrupción y al fin logré avistar unas cincuenta cabezas de ganado de piel blanca. Unas comían, otras caminaban y su alimento era de color verde claro. Cuando pasamos Veladero, donde está la alcabala de la Guardia Nacional, leí un aviso que decía “Feliz Viaje”. Me encontraba a unos veinte minutos de Maturín.

En mi recorrido pude constatar la amabilidad de su gente y sus mujeres hermosas, sus calles y avenidas limpias; sus plazas, su terminal de pasajeros, sus parques, su terminal aéreo y sus hoteles. Es “Una Ciudad Distinta” (como dice su slogan) y conmemora cada 7 de diciembre su fecha aniversaria. Fue fundada a orillas del río Guarapiche, por el fraile capuchino Lucas de Zaragoza en 1760. Cuentan que este sacerdote comenzó con una capilla pequeña y con la ayuda de los indios Guaraunos, construyó las primeras casas de bahareque.

Cuando eran las tres de la tarde decidí llegar al terminal de pasajeros para regresar al pueblo de donde había partido a las siete de la mañana. Al salir de la ciudad de Maturín, ya unas nubes habían mojado la carretera y después, con el cielo despejado, el sol dejaba caer sus rayos en plena sabana donde el ganado era un atractivo para los viajeros, así como también un balancín solitario e inmóvil. Parecía un espantapájaros.
Después de hora y media se podían ver las sombras de los árboles que lentamente iban cayendo sobre la orilla de la carretera.

En los hatos, las garzas se dejaban llevar sobre el ganado. Otras, en la tierra, parecían una sábana blanca tendida sobre la espesura. De pronto, una bandada de pájaros adornando el cielo, aprovecharon la brisa para hacer sus piruetas. Y mientras el carro avanzaba, yo los miraba hasta que los perdí de vista. Entonces dejé de escribir y me concentré en la letra de la música que colocaban en la radio, cuando de pronto escuché al chofer decir “nos vamos por el puente”. Y al llegar allí, volví a sentir la brisa guayanesa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario