domingo, 5 de septiembre de 2010

Papillón, el presidiario

Viernes 9 de Mayo de 2008

Amalio (Mayito) Solano

Esta es parte de la historia de Henri Charriere (Papillón), quien nació en Francia en 1906 y su vida transcurrió de manera azarosa como cualquier joven que se deja atrapar por la corriente del mal que conduce a la cárcel. Era el año de 1931, tenía él 25 años de edad y un año preso cuando fue sacado de la celda para ser llevado al Palacio de Justicia del Sena en París.

Allí lo acusaron de asesino. Su defensor Raymont Hubert después de saludarlo le dijo que no había ninguna prueba seria contra él y que tuviera confianza porque sería absuelto. Eran las diez de la mañana cuando comenzó la sesión que duró hasta las once de la noche cuando fue condenado a cadena perpetua por un crimen que no cometió.

Este personaje se conoció con el seudónimo de Papillón, y desde el mismo momento que es llevado a la prisión comenzó a pensar como evadirse. El oficial que lo recibió le dio ánimo y le quitó las esposas con cuidado para no lastimarlo porque bien sabía, que aunque él pertenecía al hampa, veía en sus ojos que era inocente. Desde la prisión llamada La Conciergerie, Papillón escribió a su mujer y a su hermana que habían luchado contra todo para defenderlo.

Papillón nunca aceptó la decisión tomada en el Palacio de Justicia, por eso en su celda no daba descanso a su mente planificando la evasión. Claro que no era fácil evadirse, pero pagar por un crimen no cometido hace que un hombre busque las mil y una maneras para salir de la podredumbre a donde es confinado.

Allí en su celda escuchó los gritos que atravesaron la puerta y pensó que estaba literalmente enterrado vivo. La noche avanzaba cuando a su celda se acercó un cura con unos cuantos años en su piel, el presidiario lo invitó a pasar y el viejo se sentó en el catre.

Entre los dos comenzaron un diálogo y Papillón le confesó su inocencia y su plan. El cura comprendiendo la desesperación de aquel muchacho se dispuso a ayudarlo e hizo lo que él le pidió y fue a la celda 37 donde estaba Dega y le dijo que mandara a hacer con su abogado una solicitud para que enviaran a su amigo a una de las centrales donde reunen a los prisioneros que son llevados a la Guayana. Esta era una oportunidad para que Papillón saliera de La Conciergerie y fuera incluido en el viaje que pronto haría el barco que habría de llevar a los presos, ya que si dejaba de ser embarcado tendría que esperar dos años para que fuera enviado a ese penal. Esta vez la suerte estuvo de su parte y a la semana siguiente es llevado junto a los otros condenados hacia La Central de Caen.

Papillón continúa con su plan de evadirse y se lo comunica a sus amigos Dega y a uno de apellido Fernández, para eso hizo que lo llevaran al hospital para que le tomaran una radiografía y así poder conversar con Jesús quien ya estaba al tanto de todo y habría de preparar la fuga colocando la embarcación detrás del hospital, por recomendación de Sierra amigo de Papillón.

Todo salió como se esperaba y él junto con Dega y Fernández después de vencer todo los obstáculos en medio de la noche oscura, al fin vieron que el día penetró en la selva donde se detuvieron a descansar. En sus luchas por ser completamente libres se consiguieron con largas noches y días que parecían no tener fín hasta que llegaron a la Isla de las Palomas.

Los años iban pasando y la idea de evadirse de las prisiones no se borraba de su mente con las capturas. En una de aventuras llamada La Gran Marcha (en la que esta vez no lo acompañaron todos sus amigos sino Clousiot y Maturette), iban abriéndose paso en la oscuridad del mar en medio de una tempestad.

Al amanecer se dieron cuenta que estaban cerca de Trinidad. Las aves revoloteaban cerca de ellos como dándoles la bienvenida. Todos exteriorizaron su alegría y exclamaron: “¡Llegamos! ¡Llegamos! ¡Hemos salido bien de la primera parte de la fuga, la más difícil! ¡Viva la Libertad!” Aunque la alegría de verse libres no fue por mucho tiempo.

Después de evadirse de la prisión como la de Río Hacha, de la Isla del Diablo, de la Georgetown entre otras, llegaron a Irapa, una “aldea de pescadores”. Llamada así por Papillón. Allí las mujeres y los hombres los recibieron y curaron sus heridas con manteca de cacao, les dieron de comer y los vistieron. Una semana llevaban sintiendo el calor de aquella gente que lo acogieron en sus chozas cuando fueron hechos presos por el prefecto de Güiria y sus policías siendo llevados a ese pueblo para luego ser trasladados a Ciudad Bolívar y de allí a la cárcel de El Dorado.

No se puede vivir una vida así, llevando una condena encima. Por eso es que hay personas que luchan por su inocencia y lo hacen contra la tempestad, los relámpagos y truenos hasta conseguir su libertad. El sólo echo de verse condenado a pagar por un delito no cometido, conlleva a que la persona comience a pensar cómo evadirse de la cárcel; porque ha sucedido que después de estar varios años preso, lo han declarado inocente. Gracias a Dios, hoy las cárceles venezolanas están siendo humanizadas.

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