viernes, 18 de junio de 2010

Casas muertas, un entierro

Publicado 16/04/2010
AMALIO (MAYITO) SOLANO

Esta novela del fallecido escritor venezolano, Miguel Otero Silva, publicada en 1955, en su primer capítulo “un entierro”, nos habla precisamente de ese joven llamado Sebastián a quien llevaban a sepultar y de quien Carmen Rosa estuvo enamorada. No era sorpresa ver pasar entierros hacia el pequeño cementerio y aquella mañana llevaban bajo el sol ardiente del llano guariqueño, el cadáver de ese joven que aparentaba gozar de buena salud.

El pueblo consternado siempre lo consideró un hombre fuerte como un toro y como un río crecido. El padre Pernía, quien era el cura del pueblo, le profesaba afecto a Sebastián. En el entierro guiado por tres monaguillos entre ellos Nicanor, quien sostenía el crucifijo en alto entre los dos compañeros, iban a pasos lentos y detrás de ellos el cura sudando dentro de su sotana. Nadie en el pueblo ocultaba que a Sebastián le quedaban pocos días para su muerte, él mismo lo sabía. En el entierro Carmen Rosa marchaba entre la gente. Todos caminaban arrastrando los pies.

Parecían llevar un peso en ellos, mientras el polvo del camino se los cubría como para dar muestra de no haber faltado a la última morada del joven Sebastián. Doña Carmelita también lloraba, pero su llanto no era tanto por el fallecido sino por el dolor que llevaba su hija Carmen Rosa. Mientras Marta, con su barriga producto del embarazo, iba a su lado visiblemente cansada por la lenta marcha que parecía una procesión en Semana Santa.Cuando se encontraban en el estrecho final, cuatro jóvenes cargaban la urna. Eran los amigos de infancia del difunto. Uno era su primo quien había llegado en un burro desde Parapara; los otros eran de allí, del pueblo de Ortiz.

El más alto se llamaba Celestino quien desde niño estuvo enamorado de Carmen Rosa y ahora se encontraba cargando el cadáver de quien fuera su rival. De pronto le brotaron dos lágrimas de hombre que mojaron sus pómulos. Todos ellos se conocían y en sus tiempos de muchachos, se iban por las márgenes del Paya a matar palomas montañeras y Carmen Rosa los acompañaba. El cementerio del pueblo de Ortiz estaba abandonado desde que murió el viejo Lucio. La hierba había crecido tan alta que se podía ver por encima de la tapia la cual no era muy alta.

Los nombres de los difuntos en las tumbas no se podían leer por la crecida de la paja sabanera que junto con el gamelote se habían apoderado de esa tierra destinada a los fallecidos. A pocos metros de la puerta de entrada al cementerio, los cargadores parecían resistirse a entrar sin antes hacer un ritual y sus pasos se hicieron más lentos. El cansancio en las personas se hacía notar mientras los jóvenes hacían su ritual girando alrededor del que se mantenía en el ángulo izquierdo. Éste sólo movía los pies, levantando el polvo como si fuera el viento que había soplado haciendo un remolino.

La polvareda se dejó llevar por la brisa bajo el sol llanero y al fin entraron al cementerio para enterrar al cadáver de Sebastián. Carmen Rosa se resistió a ver este momento y permaneció recostada en el hombro de su madre. Y mientras el padre Pernía pedía por el alma del fallecido, el monaguillo respondía “Amén”. Después de cesar el rezo y el llanto de las mujeres, se oyó un arrastre de los pies, señal de despedida. Todos se despidieron del amontado cementerio. Al regresar a la casa de doña Carmelina, iban visiblemente compungidos. Y después de un tiempo allí, no querían despedirse de Carmen Rosa, para no recordarle la triste despedida del hombre a quien amaba. Por eso se iban sigilosamente por el zaguán que daba a la plaza. Era un poco más del mediodía.

El patio de la casa tenía grandes árboles que daban sombras y un frondoso jardín que toda la gente tenía que ver con el. Allí creció la joven Carmen Rosa, oyendo el canto de los turpiales, perfumada por el aroma de las flores y el olor de las plantas que la lluvia hacía brotar.
Después de la muerte de Sebastián, ella no podía mirar el patio de su casa porque los recuerdos les abrumaban y brotaban de sus ojos las lágrimas.

Para ella, él era como esos fuertes árboles (el tamarindo, los capachos y el cotoperí) con quien siempre lo comparaba. Aquel patio contentivo de cayenas con flores rojas y amarillas era el más limpio de las casas del pueblo de Ortiz, al que Carmen Rosa le había dedicado toda delicadeza en mantenerlo y en hacerlo florecer. Era lo más hermoso ante tantas “casas muertas”.

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